LAS ROSAS NUNCA SE REPITEN
Son cinco minutos.
La vida es eterna en cinco minutos.
Suenan las sirenas.
De vuelta al trabajo.
Y tú caminando
lo iluminas todo.
Los cinco minutos
te hacen florecer.
Víctor Jara
Entras en mi casa sin hacer ruido.
Caminas despacio,
sin arrogancia,
sin desprecio,
entre muebles y trastos viejos,
-mi destartalada casa,
mi inhóspita casa-,
como ese mendigo que me espera
cada tarde a la salida del trabajo,
como un pedigüeño que suplica
un poco de atención.
Solo un poco.
Apenas dices nada.
Esperas que hable yo.
Que te diga algo,
tal vez lo mismo de ayer
o de anteayer,
lo de todos los días.
Te gusta oírlo,
porque siempre es diferente,
como el olor recién estrenado
de las sábanas
o el sonido agridulce del violín
en una noche agitada y convulsa.
Es la magia del instante,
de ese momento fugaz,
de ese encuentro
en que el tiempo se detiene
en el umbral del siempre te he querido,
en los límites del no te vayas lejos.
Así es el amor,
profundo y ancho,
vertical y alto.
No te digo nada.
Tal vez sobren las palabras,
cuando mirar se convierte
en un acto inevitable,
y también inalcanzable,
-paradojas del amor-,
Cuando mirar
es una dádiva inesperada,
única,
irrepetible,
de colores insospechados,
con paisajes que todo lo toleran,
que todo lo creen,
que todo lo soportan.
Cuando mirar trasciende la palabra,
y se convierte en prodigio,
en insólita luz,
en rosa, tal vez, indescriptible,
aunque sea la misma de ayer
y de anteayer.
Aunque sea la misma de todos los días,
porque las rosas nunca se repiten.
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